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LA PELIGROSIDAD DE LOS LETRADOS

Parece obvio que entre más educación reciben las personas, menos disposición tienen para el ejercicio de la violencia. Una observación de ciertos tipos de sujetos letrados podrían desmentir aquel supuesto

Por Isidro Vanegas

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 Savonarola predicando contra el derroche, pintado

por Ludwig von Langenmantel en 1879

Parece obvio que entre más educación recibe un individuo menos disposición tiene para la violencia. Hace un tiempo, Andrés Hoyos explicó la ferocidad de las Farc por la escasa educación de sus dirigentes. Tirofijo, indicó el escritor, era “antes que nada un hombre ignorante que, a despecho de los pocos intelectuales que reclutó por la extraña propensión de las mentes fanáticas hacia el mesianismo sangriento, se rodeó sobre todo de campesinos sin educación que estaban dispuestos a jugarse la vida y a hacer sufrir a los demás para implantar un ideal que entendían muy mal” (Andrés Hoyos, “Los rescates”, El Espectador, junio 16 de 2010).

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Hace poco, Iván Gallo expresó una idea semejante invirtiendo el argumento. “La narrativa oficial —escribió el periodista— a [sic] querido dejar a Manuel Cepeda como un comunista radical, acaso un stalinista, que apoyaba la lucha armada, enfermo por la revolución cubana, un tipo serio, acaso intransigente. Nada más alejado que esto. Cepeda era un poeta. Un tipo de una sensibilidad que lo emparentaba más con un artista que con un stalinista” (Iván Gallo, “El golpe del que casi no se levanta Iván Cepeda”, abril 19 de 2025,  en www.pares.com.co).

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Tirofijo, un rústico del campo que ignoraba el ideal por el que decía luchar, sería el responsable primordial de los horrores farianos que el país conoce ampliamente. Manuel Cepeda, un poeta, no podía ser estalinista, es decir un promotor de la violencia, significado que al parecer le atribuye Gallo al término. Es plausible pensar que ha existido una relación directamente proporcional entre educación y contención de los impulsos agresivos, pero si la violencia política no la reducimos a sus expresiones materiales, entonces, aquella tendencia general a la dulcificación de los seres humanos ha tenido una excepción importante, cual es la de los letrados comprometidos en proyectos mesiánicos. El caso de Stalin, justamente, constituye una negación palmaria de la equivalencia entre hombres de letras y personalidad apacible.

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Stalin, que dirigió con delectación el aplastamiento de millones de adversarios forjados por su mente delirante, no solo fue un poeta de cierto éxito en su juventud en Georgia sino que durante toda su vida fue alguien competente en asuntos literarios, lejos, pues, de ese palurdo que consagró la tradición trotskista (Simon Sebag Montefiore, La corte del zar rojo). Trotzki, sin duda era más sofisticado intelectualmente que Stalin, pero tampoco tuvo escrúpulos para usar la violencia más brutal contra los inconformes con la revolución y sus profetas. En los rangos inferiores de aquellos grandes artífices de la redención humana, muchos creadores literarios de todo el mundo celebraron los mecanismos brutales que eran empleados para lograrla. “Los ojos azules de la Revolución brillan con una crueldad necesaria”, escribió en 1931 el poeta comunista Louis Aragon. Pocos años después, cuando Stalin arrestaba y asesinaba en masa a los opositores, el celebrado dramaturgo alemán Bertolt Brecht proclamó: “Cuanto más inocentes son, más merecen morir”. Una actitud semejante adoptaron los artistas e intelectuales que apadrinaron al hermano gemelo del totalitarismo comunista. En el nazismo, la mayoría de los cuadros dirigentes del terror de masas fueron  destacados académicos y muchos de los carceleros y asesinos en los mandos bajos podrían ser descritos como hombres cultivados intelectualmente (Christian Ingrao, Creer y destruir).

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Así pues, los diseñadores, ejecutores y promotores del exterminio de diversas categorías sociales llevado a cabo en Europa por los dos totalitarismos no fueron gentes alejadas del ámbito de las letras. Por el contrario. Todos los agentes de esos atropellos a la humanidad participaron de algún modo en la sacralización de ciertos artefactos discursivos. Lo mismo ha pasado y sigue pasando en Colombia.

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Al igual que ciertos liberales y conservadores en el siglo diecinueve y parte del veinte, los creadores literarios de la izquierda revolucionaria se sintieron en la obligación de entonar loas a su utopía, que para materializarse debía echar mano de una violencia que no rebajaron de necesaria y loable. Los literatos comunistas clamaron por sangre para la batalla del Armagedón. En 1936, Rafael Burgos lanzó este verso: “¡Oh la guerra del 14! / ¡Oh las masacres sin piedad! / Así se templan los espíritus / para la revuelta mundial”. En 1947, Jorge Gaitán Durán, escribió: “Es necesario empuñar las armas / antiguamente derrotadas por el tiempo, / levantar las banderas raídas por el filo / de las estrellas adversas, / iniciar la lucha con un vigor de fresca juventud y con el júbilo de la redención presentida”. El mismo año, Manuel Zapata Olivella clamó: “¡Queremos sangre, no pacifismo!”. El impulso no se detuvo. Hace unos años un dirigente regional del Partido Comunista  explicaba el asunto con estas palabras: “No se dice por salir del paso que la poesía es más efectiva que un misil” (Nelson Lombana Silva, “La poesía libertaria es una potente arma revolucionaria”, marzo de 2015, en www.prensarural.org).

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Quienes formularon y le hicieron proselitismo a esa revolución que debía bañarse en sangre así como sus cantores desde la literatura y toda forma de arte, unos y otros, fueron agentes de esa alucinación feroz, y hacen equipo, por ende, con quienes empuñaron las armas y mataron directamente. Es un grave equívoco pensar que la barbarie de Marulanda y sus guerrilleros ocurrió porque no eran hombres educados, porque estaban lejos de la vida intelectual y por esto eran incapaces de obrar en consonancia con el proyecto que sus fusiles empujaban. La violencia revolucionaria no tuvo lugar en zonas al margen de los circuitos políticos y culturales nacionales y mundiales sino en zonas incorporadas a los circuitos letrados por la iniciativa de los apóstoles del hombre nuevo, con sus ínfulas de portar la verdad y la bondad absolutas.

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Así como los individuos educados no necesariamente rechazan la violencia, así mismo las instituciones educativas no son, intrínsecamente, agentes de la concordia y la transacción dialogada de los diferendos sociales. En América Latina, desde la década de 1960 la universidad ha sido un escenario privilegiado para la propagación de la agresividad.

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El conocido político Gustavo Petro también alegó, hará unos años, que las letras son incompatibles con la violencia. “El odio es un sentimiento bárbaro y prehistórico que se cura leyendo”, escribió. Durante más de treinta años él mismo se ha encargado de desmentir su aserto.

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