top of page

LOS HIPNOTIZADORES COMO
ARTISTAS DE VARIEDADES

 

Por Isidro Vanegas

En febrero de 1917, Onofroff, que un mes antes había llegado a Bogotá, ofrecía su espectáculo en el Teatro Colón cuando un individuo irrumpió en el escenario para pedirle que lo hipnotizara. Al verse rechazado, le lanzó críticas en tono descortés a Onofroff —le dijo, entre otras cosas, que no se dejaba descrestar— al tiempo que algunos asistentes a gallinero, la sección de butacas más económicas, armaban alboroto y proferían en voz alta expresiones semejantes. El sujeto que interrumpió al hipnotizador fue bajado del escenario por la policía pero luego denunció por ultrajes al extranjero, quien a su salida del teatro fue detenido durante varias horas, tratado sin muchos miramientos y multado con 10 pesos, la mitad del monto con que sancionaron a su denunciante.

Foto de Georges Nader dedicada al joven activista del obrerismo bogotano Juan de Dios Romero

Enrique Onofroff, italiano de unos cincuenta años, era entonces un personaje internacionalmente conocido tras haber actuado en España y diversas ciudades de la América del Sur, llegando a ser en Buenos Aires una celebridad. Viajaba con su mujer y una hija, decía haber sido estudiante de medicina y haber descubierto por casualidad sus poderes para sugestionar. Presumía de su capacidad para comunicar sus pensamientos e incluso para obtener la obediencia de una persona ubicada a gran distancia, mediante sus destrezas para maniobrar la “corriente hertziana”. El caballero audaz, como gustaba llamarse, fue el hipnotizador más famoso que ofreció espectáculos en Colombia, al punto que algunos de sus colegas se publicitaban proclamando haberlo derrotado. Sin embargo, no era el primero en presentar la novedosa técnica de la hipnosis como número de un acto de entretenimiento.

​​

En 1898, un periódico bogotano anunció que iniciaba funciones el “gran Enireb”, un mago que entre sus trucos tenía el de hacer levitar una mujer mediante las fuerzas magnéticas que él generaba, explicación cuya apariencia científica era recurrente en este tipo de actores. Enireb, además de ilusionista, se presentaba como hipnotizador. Después, en 1913, el Profesor Aguirre dio funciones de prestidigitación e hipnotismo en el Teatro Borrero, en Cali. Tres años después apareció Fregollini en Cúcuta promocionando su espectáculo de transformismo e hipnotismo, con el cual se trasteó a Bogotá. Onoffrof desplegó sus encantos en 1917 y casi al tiempo de su despedida otro hipnotizador, Georges Nader, arrancó a publicitar su actuación en la capital del país. Pocos años después nos encontramos al doctor Monden. Seguramente no fueron los únicos hipnotizadores que se pusieron en escena en estos años en Colombia.

​

Algunos hipnotizadores buscaron que sus funciones aparecieran ligadas a la ciencia de la psicología pero los más, quizás, se presentaron sin remilgos como actores que deseaban divertir y asombrar a su público. Así, generalmente daban, o participaban de un heterogéneo programa de variedades. Tal fue el que ofreció el profesor Fregollini en el Teatro del Bosque, en Bogotá, que constaba de tres partes. En la primera dio el Ilusionista moderno y un acto humorístico. En la segunda, un acto de hipnotismo, sugestión y fascinación. En la tercera, realizó imitaciones del sonido del violín y el grito de varios animales, cantó una parte de la ópera Tosca, de Giacomo Puccini, y puso en escena la opereta La hija del hotelero, en la que desplegó sus mayores talentos pues actuó él solo, efectuando 130 transformaciones para representar los 25 personajes de la obra. Aparte de esta diversidad de números que podían acompañar las demostraciones de hipnotismo, las hubo también en medio de películas, interpretaciones de orquestas y disertaciones académicas.

Demostración de “catalepsis hipnótica” por Fernando Segura Solano. Foto publicada en su folleto “El hipnotismo y las fuerzas ocultas”, Bogotá, 1916

La parte de esos espectáculos dedicada a la “fascinación experimental”, como algunos designaban al hipnotismo, no estuvo en realidad separada de la bufonada. Era, un momento para el asombro, y sobre todo para la risa, mediante el escarnio de los voluntarios. Onofroff, por ejemplo, invitaba al escenario particularmente a mujeres, a quienes hacía ver cosas inexistentes y pasar por variados estados de ánimo y a quienes sugestionaba para que actuaran como si fueran zapateros, sastres, bogas, pescadores o toreros, entre otros, en cuya representación necesariamente hacían el ridículo y ponían al público a reír. Más aún cuando hacía actuar a los hipnotizados como si fueran políticos, con sus gestos y discursos propios.

​

El hipnotizador de espectáculo debía tener, por supuesto, ciertas destrezas histriónicas. Su mayor éxito, de hecho, estaba ligado a su capacidad para ser, él mismo un personaje, dentro y fuera del escenario. Le era preciso aparecer como una personalidad subyugante sobre las tablas pero también en su relación con todas las personas, particularmente los periodistas. Ayudaba mucho un nombre artístico exótico y una vida misteriosa así como una presentación personal que lo dejara ver como alguien fuerte, poderoso mentalmente, elegante, mundano pero también poseedor de ciertos arcanos. El atractivo que la figura del hipnotizador tuvo para el gran público seguramente fue realzado por el anatema que la iglesia católica le había adjudicado a esa actividad y que puede constituir un factor explicativo del mencionado trato altanero que la policía dio a Onofroff.

​

La institución católica universal había clasificado al hipnotismo como un asunto del demonio, calificativo que previamente le había adjudicado a fenómenos que juzgaba de la misma naturaleza, como el mesmerismo y el espiritismo. Según los teólogos, puesto que con la sola mirada no era posible que un hombre sugestionara a otro, el acto hipnótico solo podía tener lugar si el hipnotizador había hecho un pacto, aunque fuera implícito, con Satanás. Había en juego aquí dos elementos centrales para el catolicismo. En primer lugar, el campo por el que se adentraba el hipnotizador no era, simplemente, de orden biológico o natural sino de índole metafísica. Era el terreno del alma. Desde la perspectiva católica, el alma y el cerebro no tenían unos límites definidos y ni siquiera una naturaleza diferenciada. En segundo lugar, y en concordancia con lo anterior, el terreno del inconsciente, con el que pretendía establecer contacto el hipnotizador, solo podía ser visitado por el experto en los asuntos sagrados: el cura. El hipnotizador, como el espiritista, portaban o tenían una pretensión que era satánica. El hipnotismo abocaba a la iglesia a un riesgo doctrinario crucial pues era una de las vías mediante las cuales la psicología pretendía “secularizar el alma”, designio que de ser logrado demolería la noción misma de alma.​

​​

Fuentes documentales:​ “El gran Enireb”, El Mago, febrero 12 de 1898, Bogotá; “Crónica”, El Día, abril 2 de 1913, Cali, p. 3; “Notas locales”, Sagitario, marzo 8 de 1916, Cúcuta, p. 3; “Onofroff el fascinador en Bogotá”, El Tiempo, enero 11 de ‎1917, p. 2; sin título, El Tiempo, febrero 2 de 1918, p. 3; “El debut de Fregollini en el Teatro del Bosque”, El Tiempo, febrero 3 de 1918, p. 3; “Ecos”, El Tiempo, abril 7 de ‎1918, p. 3; “Notículas”, El Liberal, febrero 6 de 1918, Bogotá; “Espectáculos”, El Tiempo, julio 5 de ‎1928, p. 11

© 2025 Creado por AÚN. HISTORIA URGENTE con Wix.com

bottom of page