CÓMO LA HORA DEL TÉ Y LAS CARICATURAS
CAMBIARON EL MUNDO
Por Marjoleine Kars

Familia de tres, cuadro pintado por Richard Collins hacia 1727
​“A lo largo del siglo XVIII, la gente en Europa y en la Norteamérica británica llegó a tener una visión más optimista del futuro de la humanidad”, escribe Lynn Hunt al inicio de El yo revolucionario (The Revolutionary Self), un estudio acerca del auge del individualismo moderno. Aquella perspectiva más optimista surgió de la percepción de que los seres humanos, en diversos grados, podían moldear sus propias vidas. Al mismo tiempo, importantes convulsiones políticas y sociales impulsaban una comprensión de la sociedad como una entidad distinta con su propia lógica.
Los descubrimientos simultáneos del individuo y de la sociedad dieron lugar a una paradoja, argumenta Hunt. Justo cuando la creciente secularización permitía la superación de la idea del pecado original, las personas también comenzaron a verse moldeadas, aunque sutilmente, por fuerzas sociales como la raza, la clase y la sexualidad, “todos los marcadores valorados por las burocracias modernas”, escribe. ¿Qué ayudó a la gente a abandonar una comunidad basada en el orden divino por una donde el libre albedrío y el determinismo social se enfrentaban? La Revolución Francesa.
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Hunt, destacada profesora de historia europea y experta en la Revolución Francesa, tiene claro que los conceptos que quiere explorar no son fáciles de captar. Admite que la noción de sociedad es particularmente “nebulosa”. Sin embargo, deja ver esas fuerzas abstractas en las minucias de la práctica cultural a medida que recorre una amplia gama de temas, desde la vida militar y la hora del té hasta los viajeros escoceses de sillón y las caricaturas políticas francesas. De paso, observamos de cerca cómo la revolución impacta la vida cotidiana.
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Hunt comienza rastreando nuevas formas de pensar la sociedad en Gran Bretaña, donde los escritos de viajes estuvieron de moda en el siglo XVIII. Los relatos de testigos presenciales desconcertaban a los lectores, pero reafirmaban su sentido de superioridad europea. John Locke, por ejemplo, se maravilló ante los informes que sugerían que los indígenas americanos carecían de la noción del dinero.
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Tales noticias provocaron algunas reflexiones profundas, y los europeos comenzaron a considerar el órden social de sus respectivas naciones desde una perspectiva nueva. Los pensadores escoceses en particular, entre ellos John Millar, discípulo de Adam Smith, argumentaron que el desarrollo humano se desplegaba en etapas y podía ser medido por el estatus de la mujer, una idea radical en la época. En las sociedades refinadas, observó Millar, hombres y mujeres comen y hablan juntos, lo que hacía deseable la alfabetización femenina. Hunt sugiere que beber té, un hábito de las élites británicas que finalmente llegó a las masas en el siglo XVIII, pudo haber fomentado tales ideas. Mientras que los cafés eran dominio exclusivo de los hombres, las fiestas de té en casa impulsaban a hombres y mujeres a conversar en igualdad de condiciones. Trágicamente, señala Hunt, el mismo producto global que pudo haber ayudado a liberar a las mujeres británicas tuvo el efecto contrario para los africanos occidentales, que soportaron el Paso Medio (la ruta marítima que los arrancaba de sus hogares para llevarlos al Caribe y las Américas, como parte del sistema de trata) en cantidades cada vez mayores para trabajar como esclavos en los campos de caña de azúcar del Caribe.
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En Francia, la dinámica entre la sociedad y el individuo se plasmó en los panfletos y grabados que proliferaron durante la revolución. Caricaturas que se burlaban de los nobles y el clero animaban a la gente a replantearse sus relaciones sociales. Gracias a una censura laxa, se publicaron miles de estos grabados, y los aficionados al teatro en el París de la década de 1790 también pudieron elegir entre dos docenas de representaciones diarias. Las caricaturas y las obras de teatro políticas permitieron a la gente, especialmente a quienes no sabían leer, evaluar los asombrosos cambios que se producían a su alrededor. Las lumbreras contemporáneas aplaudieron o lamentaron cómo la cultura visual socavaba el antiguo régimen (un término nuevo en sí mismo) al convertirlo en un objeto de indagación y desprecio fácilmente accesible.
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Los artistas que contribuyeron a visibilizar la sociedad también ganaron poder en el proceso. Se puede tomar como ejemplo a Marie-Gabrielle Capet, una pintora de origen modesto que trabajó en el estudio parisino de un matrimonio con buenos contactos. Como la mayoría de las artistas, Capet pintó retratos y miniaturas. Comenzó a exponer en la década de 1780 y, a lo largo de tres décadas tumultuosas, se adaptó hábilmente a una vertiginosa sucesión de tendencias de moda. Hunt profundiza en la trascendencia política de decisiones como el uso de muselina o lucir un corte de pelo Titus (el primer corte de pelo corto para hombres y mujeres en Francia) para mostrar cómo el arte de Capet reflejó y moldeó los rápidos cambios sociales. De hecho, las representaciones que Capet hizo de artistas femeninas, incluida ella misma, subrayaron la individualidad de las mujeres así como una mayor igualdad.
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La Revolución Francesa transformó la vida no solo de los civiles, sino también de los soldados franceses. Mientras libraban las guerras revolucionarias contra otras naciones europeas, las fuerzas armadas se enfrentaron a enormes desafíos: comida inadecuada, escasez de armas y tiendas de campaña, y expectativas de democracia e igualdad que ponían a prueba la disciplina y la lealtad. Aun así, el fervor patriótico, el valor y las tácticas innovadoras hicieron que el ejército revolucionario tuviera un éxito sorprendente. Se desarrolló un nuevo cuerpo de oficiales, compuesto por hijos de agricultores, toneleros y posaderos, quienes, con poca experiencia pero mucha audacia, ascendieron rápidamente.
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La carrera de Napoleón Bonaparte, un joven advenedizo, personificó la nueva confianza en la ambición personal de modo que, irónicamente, su dictadura fue posibilitada por las reformas militares liberalizadoras que permitieron su ascenso. El nuevo militar, sugiere Hunt, se encontraba atrapado entre la autonomía y la colectividad. Los soldados rasos podían alcanzar avances previamente inimaginables mediante el ejercicio de sus iniciativas individuales, pero su recién descubierta lealtad a la nación y a sus carismáticos superiores también facilitó su aceptación de una autoridad cada vez más dictatorial.
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El servicio militar en la era revolucionaria no era el único vehículo para que las personas influyeran en sus propias vidas. Las finanzas públicas cambiaron la relación de todos con el Estado y la sociedad. La guía de Hunt en este asunto es un financiero ginebrino de doble cara, Étienne Clavière, quien admiraba la república estadounidense, se oponía a la esclavitud y consideraba positivo al comercio. Al llegar a Francia en 1784, impulsó la conversión de la deuda de la Corona en deuda pública a través de assignats, o bonos, que funcionaban como papel moneda. A principios de la década de 1790, Clavière se convirtió en ministro de finanzas, pero sus visionarias propuestas para sanear y hacer transparentes las finanzas del país, muchas de las cuales fueron finalmente adoptadas, chocaron con los revolucionarios que desconfiaban de él. Encarcelado, se suicidó en 1793 para escapar de la guillotina.
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Hunt investiga un momento crucial en la historia del individuo y la sociedad. Ojalá hubiera incluido más detalles sobre la Revolución Francesa; los lectores menos familiarizados con este acontecimiento decisivo podrían perderse. Sin embargo, su libro llega en un momento oportuno, recordándonos que pequeños hábitos, como tomar té o entablar amistad con chatbots, pueden provocar revoluciones en nuestra identidad: cambios cuya magnitud quizá no comprendamos hasta que ya nos hayamos transformado.
Marjoleine Kars es autora de Blood on the River: A Chronicle of Mutiny and Freedom on the Wild Coast
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