DESAMOR EN TIEMPOS
DE REVOLUCIÓN
Por Carlos Díaz
La bruma salada de Cádiz era un recuerdo lejano, un fantasma de la vida que le habían arrebatado. Teresa Antón Costa se aferraba a la mano de su hija mientras observaba el caos del puerto de Cartagena. Su marido, Miguel de Arce y Piedrahita, la había convocado a este Nuevo Reino de Granada con promesas de negocios y reencuentros. Sin embargo, el único recibimiento fue el hedor a pólvora y el eco de gritos revolucionarios. Había llegado, como supo después, en los “días funestos en que acababa de hacerse la revolución” (1811).
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El viaje había sido una prueba de fe. Dejó atrás su patria, la tumba de su primogénito y la seguridad de lo conocido por seguir a un hombre que parecía desvanecerse con cada legua que ella avanzaba. El ascenso por el río Magdalena fue un infierno de calor y mosquitos, un trayecto salpicado de peligros y dificultades que la empujaron al límite de su resistencia. Desembarcó en la villa de Honda, el corazón palpitante de esperanza, esperando ver el rostro familiar de Miguel aparecer entre la multitud. Pero los días se convirtieron en semanas, y la esperanza se agrió en una amarga certeza: estaba sola.
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Con sus últimas fuerzas y recursos, se trasladó a la capital, Santa Fe, un lugar frío y hostil donde su acento la delataba como española y, por tanto, como enemiga. Ella y su hija vivían en un estado de “última consternación”, encogidas ante el odio que se respiraba en las calles. La pesadilla alcanzó su cénit con la llegada del que Teresa llamaría siempre el “tirano Bolívar”, en 1814. En medio del horror, los soldados saquearon su modesta vivienda, llevándose hasta el último baúl, hasta el último recuerdo de su vida en Cádiz. El equipaje que representaba su dote, su pasado y el futuro de su hija, desapareció en manos de hombres voraces, dejándolas únicamente con la ropa que llevaban puesta.
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Hallaron refugio en la caridad de Tomás Tenorio y su esposa, mientras afuera la tormenta de la guerra arrasaba con todo. Reducida a una miseria absoluta, la noticia de su desgracia llegó a oídos de Miguel. Su respuesta fue el silencio. El hombre que la había hecho cruzar un océano, el padre de su hija, no solo no acudió en su ayuda, sino que retiró por completo las escasas asistencias económicas que les había proporcionado a su llegada. Durante cuatro largos años, practicó una indolencia cruel, una afrenta a la “cristiandad y hombría de bien”.
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Teresa aprendió a sobrevivir en un mundo que se desmoronaba. Pero cuando las armas reales entraron triunfantes en Santa Fe, restaurando el poder de la Corona, una nueva esperanza, más fiera y menos ingenua, se encendió en su pecho. Esta era una “época feliz”, un tiempo en el que el desorden y la arbitrariedad serían reemplazados por la ley, conforme con las sensibilidades monarquistas de Teresa. Ella creyó que el regreso del orden obligaría a Miguel a volver sobre sus pasos y a cumplir con sus obligaciones vergonzosamente abandonadas.
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La realidad, una vez más, fue un golpe brutal. Un conocido le informó que Miguel, lejos de pensar en volver, había huido. Abandonó su hacienda en la jurisdicción de Neiva y se había marchado a Buga, su ciudad natal, con la intención de continuar su fuga hacia el sur, hasta Quito. Su objetivo era claro: alejarse lo más posible para permanecer en el olvido de los deberes que le imponían la religión y las leyes.
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El 10 de noviembre de 1816, tomó pluma y papel y, con una caligrafía firme, dirigió una súplica a la máxima autoridad del reino restaurado: Pablo Morillo. Narró su historia sin adornos, desde el matrimonio en Cádiz hasta el saqueo en Santa Fe y los cuatro años de abandono. No pidió clemencia, sino justicia. Suplicó que se librara una orden al Gobernador de Popayán para que Miguel Arce, “sin réplica ni excusa que cause dilación”, fuera obligado a salir de Buga y presentarse en la capital para cumplir con las obligaciones que tenía “absolutamente olvidadas”. Firmó como María Teresa Antón Costa, una mujer que se negaba a ser una víctima.
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Morillo, un hombre de acción, la leyó y escribió una escueta orden: “Pase al Auditor [de Guerra] para que me informe”. El auditor, un hombre llamado Martínez, revisó el caso y no dudó. Su dictamen fue contundente: la solicitud de la mujer era conforme a justicia, y era “imprescindible” que Miguel Arce y Piedrahita cumpliera con sus deberes de esposo. Recomendó que se enviara una orden al Jefe de Popayán para que, usando todos los medios convenientes y “sin la menor condescendencia ni tolerancia”, hiciera que Miguel regresara a la unión de su matrimonio.
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El 12 de noviembre, Morillo firmó la orden final. No era una invitación, era una sentencia. El Gobernador de Popayán, José Solís, debía dar las órdenes necesarias para que Miguel de Arce y Piedrahita fuera “conducido a esta capital”. El peso del estado militar se movilizó por una mujer abandonada.
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Meses después, en Buga, Miguel de Arce y Piedrahita probablemente se sentía seguro. Estaba en su tierra, lejos de la capital y de la mujer a la que había descartado. Pero un día, el teniente Juan Antonio Hernández se presentó a su puerta con una orden sellada. La cara de Miguel debió de palidecer al comprender que su pasado lo había alcanzado. El 13 de enero de 1817, fue puesto bajo arresto.
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El 20 de enero, el gobernador Solís escribió un oficio a Santa Fe informando que, tal como se le había ordenado, había remitido a Miguel Arce y Piedrahita “en calidad de preso” hacia la capital. El viaje de Miguel sería muy distinto al de Teresa. Él no navegaría el Magdalena con la incertidumbre y la esperanza, sino con la certeza de un juicio y la compañía de una escolta armada.
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En Santa Fe, Teresa recibió la noticia. No hubo alegría en su rostro, solo la sombría satisfacción de la justicia. Mientras los oficios iban y venían entre Popayán y la capital, confirmando la recepción del prisionero y archivando el caso, ella miraba por la ventana las frías calles de la ciudad. Había luchado contra la “anarquía” de una revolución y la crueldad de un hombre, y había ganado. El sistema que tantos temían le había devuelto su lugar y su voz. El camino que tenía por delante era incierto, pero ya no era invisible.
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Fuente documental: CO, AGN, Anexo I, Guerra y Marina, tomo 148, ff. 654r-657v
Escena de violación y asesinato, por Goya, 1812
