UNA BIOGRAFÍA FICTICIA
En El juego de los abalorios, Hermann Hesse tal vez quiso rendirle homenaje al ocio creador, mostrar la posibilidad humana de crear mundos sensibles ajenos a la ferocidad del lucro, la lucha por el poder, las crudezas de la guerra
Por Gilberto Loaiza Cano

Escena callejera, por Ernst Ludwig Kirchner, 1926
Hermann Hesse, El juego de los abalorios [1943], Alianza Editorial, Madrid, 1978.
Hermann Hesse fue un escritor de origen alemán que recibió el premio Nobel de Literatura en 1946, recién apagado el fuego de la segunda guerra mundial. Muy raro que un escritor nacido en el país que protagonizó dos cruentas guerras en la primera mitad del siglo XX haya recibido ese premio. Los alemanes como ser colectivo son aterradores, arrastran la máquina de la muerte; pero como individuos son maravillosos, casi candorosos.
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Hay algunas explicaciones que mitigan la inmediata sorpresa que pudo causar la adjudicación de aquel reconocimiento. Una es que, al momento del premio, Hermann Hesse ya era ciudadano suizo; otra es que el premio era por su trayectoria; y otra es que, al premiarlo a él, se exaltaba a un intelectual que había sido un opositor al ascenso del nazismo, oposición que lo llevó a refugiarse en Suiza. Su escritura fue una larga y sistemática rebeldía contra las atrocidades de los totalitarismos y una férrea defensa de la libertad espiritual del individuo.
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Muchos hemos sido, seguramente, lectores juveniles de sus novelas: Demian, Siddartha y El lobo estepario. Después de eso lo olvidé. Recientemente, gracias a un amigo muy buen lector, fui a visitar su última gran novela, El juego de los abalorios. Inicié la lectura con curiosidad y admito que en el camino perdí el entusiasmo. Me pareció una novela larga y sosa. Otros la consideran su testamento, la obra mítica de Hesse que sirvió de preludio a su consagración como novelista.
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Me tomaré la libertad de darle una breve caracterización a El juego de los abalorios. Creo que es una novela de reflexión acerca de la tensión entre la libertad creativa del individuo y las estructuras institucionales que atrapan y constriñen cualquier vuelo de originalidad de los sujetos. El relato se sitúa en un clima de ciencia ficción o, mejor, en un mundo imaginado en un futuro puesto tres siglos más adelante. El protagonista es un joven solitario, huérfano, que halla su realización en un misterioso juego del cual se vuelve el máximo maestro. La novela parece compendiar, como pesada síntesis, las búsquedas espirituales, por no decir que religiosas, de sus novelas precedentes. La vida de Joseph Knecht es ascendente, es una continua exploración a través de la meditación, la música y las matemáticas hasta alcanzar una aparente perfección. Logrará, entonces, su designación de Magister Ludi, director perpetuo del juego de los abalorios. Ese logro es su propia cárcel, porque queda atrapado en deberes y responsabilidades. Aquí, me parece, está uno de los nudos de discusión de la obra.
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El juego de los abalorios está escrito como una apuesta biográfica que expresa el conflicto entre los deseos del individuo y las exigencias de la vida en común. Desde las primeras líneas está expuesta la intención de escribir “los datos biográficos acerca de Josef Knecht”, el personaje principal del largo relato. Ese narrador es, en apariencia, consciente de la dificultad de construir un ensayo biográfico en tiempos en que se imponía “la eliminación de lo individual” y la absoluta inserción de la persona “en la escala jerárquica” (p. 15). La máquina pesada de la “organización jerárquica” lograba su culmen con el “ideal de lo anónimo” que, al cumplirse, borraba cualquier huella del individuo. No obstante esa enorme dificultad proveniente de “la vida espiritual” de la época, el narrador muestra el esfuerzo de recuperar “la prehistoria de esta vida espiritual”, porque, como dice, “toda estructuración, toda mudanza” delatan o revelan “a la persona que introdujo el cambio o que se hizo instrumento de la transformación” (p. 16). Protagonista o instrumento del suceso, el individuo alcanza una exaltación a pesar del tiempo. Entre “persona y jerarquía” habrá, sigue diciendo el narrador, un contrapunteo, un conflicto que ayuda a desentrañar la personalidad rebelde o apasionada del rebelde que rompe “con la norma” (p. 17).
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El capítulo siguiente está consagrado a describir cómo el personaje atrapó su vocación. Una advertencia asoma en quien intenta investigar aquí por la intimidad de una vida: “no olvidemos que escribir Historia, aunque se haga con la debida sobriedad (…) sigue siendo y será literatura, y su tercera dimensión es la ficción” (p. 57). Enseguida, tomando como ejemplos las vidas de Bach y de Mozart, tendrá que concluir así su reflexión sobre la unidad que se establece entre el artista y su creación: “Cuando una obra existe, el historiador no puede hacer otra cosa que juntarla con la vida de su creador, como si entrambas, obra y vida, fuesen dos mitades inseparables de la misma unidad viviente” (p. 57).
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Buen meditador del oficio de escribir biografía, el narrador de El Juego de abalorios, nos señalará la dificultad de reunir datos suficientes para dar cuenta de una vida humana y que es inevitable, al escribir o, mejor, bosquejar una biografía, caer en la interpretación. Queriendo quizás persuadirnos de su esfuerzo como historiador, aquel narrador convertido también en personaje nos legó, al final de aquella biografía de ficción, “lo que dejó escrito Josef Knecht”. El compendio es reunido al final y es la prueba excelsa de la pesquisa, hermosamente ficticia como todo lo demás. Poesía y prosa escritas imaginariamente por alguien, pero puestas ahí como un tesoro reunido para nosotros, páginas salvadas de la noche del tiempo, recuperadas de lo poco que podía decirse de la vida de un individuo. Aquellos escritos ayudan a simular y explicar el proceso de formación y autoformación del protagonista, de construcción íntima de su vida en medio de la estructura muy compleja de un simple juego de abalorios.
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De Josef Knecht ha quedado un recuerdo, una huella que lo ha hecho posible como el sujeto de esta biografía ficticia. Era recordado y admirado por ser el director y mejor exponente de un juego, por ser la cúspide de una organización soportada en su sabiduría. Su biógrafo veía en él el summum del saber y la belleza. Puede ser que Hesse haya querido rendirle homenaje al ocio creador, mostrar la posibilidad humana de crear mundos sensibles aparte de la ferocidad del lucro, de la lucha por el poder, de las crudezas de la guerra. Un mundo posible, pero remoto y frágil, sostenido en el cultivo de un juego de apariencia intrascendente. Ese mundo, según la pluma de Hesse, era la coronación de la trayectoria de un individuo disciplinado, metódico, reflexivo y, sobre todo, solitario. La soledad creadora en tiempos de devastación colectiva.
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Gilberto Loaiza Cano
Departamento de Filosofía
Universidad del Valle